El investigador del CONICET, Alejandro Agüero analiza las causas, las consecuencias y las tensiones internas del movimiento generado a partir del histórico Cabildo Abierto de Buenos Aires, desde una mirada crítica a las versiones más tradicionales de la historiografía nacional.
El 25 de Mayo es una de esas efemérides que se sienten en la calle. Con mayor o menor idea de qué pasó en aquel día de 1810, se sabe que fue un punto de inflexión en la historia argentina y del camino hacia la independencia. Alejando Agüero, historiador del derecho e investigador del CONICET en el Centro de Investigaciones Jurídicas y Sociales (CIJS, CONICET-UNC), en Córdoba, cuenta que esta importancia simbólica se dio muy tempranamente. “Ya en 1812, el Primer Triunvirato organizó una serie de actos para celebrar el 25 de mayo, refiriéndose a esa fecha como el ‘aniversario de nuestra libertad civil’. Poco después, la Asamblea de 1813 le asignó el carácter de fiesta cívica, bajo la designación de fiestas mayas, ordenando su celebración anual en toda la extensión del territorio de las Provincias Unidas del Río de la Plata. Incluso en la década de 1820, tras la disolución del gobierno central, muchas constituciones provinciales remitían a esa fecha como un hito que había cambiado el destino de las provincias, determinando, por ejemplo, que los gobernadores puedan conceder indultos en conmemoración de la misma”.
Sin embargo, dejando de lado los sentimientos que despierta y pasando a un análisis histórico más riguroso, el carácter revolucionario de la Revolución de Mayo empieza a adquirir algunos matices. “Lo que se aprende en las escuelas tiene su propia historia, es el relato que se estandarizó en la década de 1930, cuando se creó la Academia Nacional de la Historia, con una versión de la Revolución de Mayo -inspirada en la obra de Mitre- orientada por un deseo de construir la Nación y de crear un sentimiento de pertenencia común”, explica Agüero.
En esta historia oficial, les contaron a millones de niños y niñas, generación tras generación, cómo los revolucionarios de Mayo, encarnando un sentir común de nacionalidad, encontraron en la abdicación al trono de Fernando VII la oportunidad que esperaban para iniciar el camino hacia la emancipación. “Con el tiempo esa narrativa fue objeto de revisionismos de diversa índole. En las últimas décadas del siglo pasado se impuso una mirada que sitúa estos acontecimientos en la perspectiva de la Historia Atlántica. Desde este punto de vista, con el contexto imperial de fondo, la Revolución de Mayo es un proceso más, muy parecido a otros que ocurren en ese período en España y en América, como consecuencia de las abdicaciones de Carlos IV y Fernando VII en 1808”, comenta el investigador.
“Por diversos argumentos de la tradición jurídica, se entendió que en ausencia de rey legítimo el poder retornaba al pueblo; a los pueblos, más bien, dado el carácter compuesto y corporativo de la monarquía. Esto explica que en casi toda la geografía del imperio se formaran juntas que, en nombre de los pueblos, asumieron la defensa de los derechos del rey frente a lo que consideraban como un gobierno intruso -impuesto por Napoleón-. La formación de la Primera Junta de Buenos Aires puede explicarse, así, como un evento más dentro de ese gran proceso de ‘eclosión juntera’ -como se le ha llamado- y que, en su origen, respondía a los mecanismos que ofrecía la tradición para guardar el poder en depósito, hasta tanto retornara el Rey”, cuenta el investigador
“Por supuesto que había algunos personajes que sí estaban insertos en las lógicas revolucionarias y sabían que esto empezaba así, pero podía terminar de otra manera. Pensemos que ya en 1776 -el mismo año en el que se creó el Virreinato del Río de La Plata-, había habido una revolución en las colonias británicas de Norteamérica. Y ese dato no es menor, como tampoco lo es el intenso debate que generó la revolución francesa de 1789. Sin embargo, no todos los que participaron en los acontecimientos de 1810 sabían o pensaban que estaban participando de una revolución destinada a quebrar el vínculo con España”, afirma Agüero. “Me animaría a decir, incluso, que quienes sí veían una oportunidad para comenzar un período emancipatorio en aquel mayo de 1810, en Buenos Aires, no eran los más representativos o los que se impusieron en el corto plazo. La mayor parte de los actores de ese momento estaban expectantes a ver qué pasaba en Europa. Bajo estas nuevas perspectivas, lo que parece quedar en claro es que la Nación argentina no fue la causa de la Revolución sino, más bien, una de sus posibles consecuencias”, agrega.
¿Cuánto cambió después del 25?
Más allá de la intención que tuvieron o no sus protagonistas, los análisis históricos contemporáneos matizan, además, el carácter rupturista de este movimiento. “En muchos aspectos, a pesar del inevitable giro hacia un orden republicano que se impone recién en torno a 1820, las prácticas institucionales cambiaron más bien poco. Muchos de los elementos que determinaban el orden de la sociedad colonial siguieron vigentes. Por ejemplo, el catolicismo siguió siendo la religión oficial excluyente, con prohibición de practicar otros cultos; si bien la guerra provocó cambios en los circuitos económicos, no se afectó la propiedad ni hubo un programa de transformación socioeconómica; las jerarquías sociales y la discriminación social continuaron a pesar de las declaraciones relativas a la igualdad sancionadas en diferentes momentos; y, fundamentalmente, se conservó lo que podríamos llamar el gobierno de las familias, esto es, las estructuras oligárquicas que gobernaban los municipios desde el tiempo colonial”, señala el jurista historiador.
“La Asamblea del Año 13 fue la fase más claramente revolucionaria. Pretendió dar una constitución y declarar la independencia, pero, no sólo no logró ninguna de las dos cosas, sino que, además, después de su disolución en 1815, sus miembros fueron sometidos a juicio de residencia, una antigua forma de control usada por la monarquía. Y uno de los cargos más fuerte que debieron enfrentar fue el de no haber respetado la voluntad de los pueblos, es decir, haber pretendido actuar en nombre de la nación”, explica Agüero.
Se observa allí un primer conflicto entre dos formas de comprender la representación política: una que pretendía desvincularla de los espacios políticos intermedios y otra que, en una lógica más tradicional, consideraba que dicho vínculo era parte natural de los derechos de los pueblos. Los pueblos remiten a una forma de administración de base municipal que fue la estructura esencial de la colonización. De acuerdo con dicha forma, un conjunto de familias gobernaba desde el cabildo, un territorio determinado que, junto con sus fueros, se consideraba parte de su patrimonio. Por ello, la elección de representantes por los pueblos implicaba, antes que nada, la concesión de un mandato para defender ese patrimonio corporativo. Por el contrario, en la comprensión de quienes lideraban la Asamblea del Año 13, los representantes debían actuar en interés de toda la nación, con independencia del pueblo que los había elegido.
“En la Asamblea refieren a la Nación rioplatense y, aunque ésta fuera, en rigor, más un proyecto por construir que una realidad tangible, aquella idea de representación implicaba situar una entidad política por encima de los diferentes pueblos representados. Latía allí algo del modelo de centralización francés que, tras la revolución de 1789, había implicado borrar el mapa; esto es, eliminar los antiguos distritos y concebir un territorio nacional dividido con criterios racionales, según tamaño y población. Obviamente, entre nosotros, cualquier atisbo de algo parecido sería resistido en nombre de la libertad de los pueblos, una libertad que, desde mi punto de vista, alude, antes que nada, a los privilegios coloniales de fundación de las ciudades. Ese discurso que después entronca con la adopción del federalismo, está