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Federico Lorenz, historiador, escritor, y actual director del Museo Malvinas, escribió este conmovedor cuento basado en un hecho real: el día en que 4.100 soldados volvieron al continente después de haber combatido. A través de los ojos de un niño de once años describe el drama de la guerra
El 19 de junio de 1982, el buque británico Canberra arribó al muelle de Puerto Madryn con más de 4.100 soldados que volvían de la guerra.
Fue “el día en que Madryn se quedó sin pan”: los jóvenes combatientes llegaron a la ciudad pidiendo un trozo de pan, el alimento básico que no habían podido consumir durante todo el conflicto armado. La gente, emocionada, se acercó a los camiones del Ejército, rompió el cerco militar y extendió sus brazos ofreciendo pan y comida.
Federico Lorenz, historiador, investigador, escritor, experto en el conflicto del Atlántico Sur y actual director del Museo Malvinas, escribió este maravilloso cuento -que integra el libro, “La historia se hace ficción I – Para pensar las efemérides en el aula”, con relatos de Hinde Pomeraniec, Liliana Bodoc, María Inés Falconi, Mario Méndez y Ana María Shua – donde se recuerda el histórico hecho de solidaridad y la movilización de todo un pueblo que no quiso darle la espalda a los héroes.
Hay cosas que uno termina de entender recién cuando crece. A veces, simplemente porque madurás; otras, porque tenés hijos y comprendés cómo piensa un chico. O porque en el momento en el que ocurrieron no estabas preparado para lo que alguien te dijo. Hay cosas que no se entienden hasta que pasa el tiempo. Hasta que un día, como en un rompecabezas enorme que es tu propia vida, la pieza que no encajaba calza perfecto. Entonces, lo que pensabas que era de una manera resulta ser de otra. O por fin podés poner en su sitio una imagen, o recibir una
respuesta que esperabas y que en su momento nadie te dio.
Yo, por ejemplo, tardé muchos años en entender por qué, durante la guerra de Malvinas, mi mamá lloraba pegada a la radio cada vez que salía un comunicado del gobierno militar e informaba sobre cómo iba la guerra. Y ella tampoco me lo podía explicar, solamente le corrían las lágrimas mientras alisaba en silencio el mantel de hule de la cocina de casa. Es más, ahora escribo “gobierno militar”, pero entonces, para mí, como para muchas personas, era solo “el gobierno”. Yo era chico y no sabía que para elegir presidente se vota. Para mí ser general y ser presidente era más o menos lo mismo.
Tardé mucho tiempo, también, en entender por qué un soldado no me quiso contar lo que había hecho en la guerra. ¡Lo tuve ahí, sentado conmigo toda una tarde en la cocina de casa, recién llegado de las Malvinas, y no me contó nada de lo que yo quería saber! Pero claro, eso es lo que pasa: que a veces lo que querés que te cuenten no es lo que las personas quieren contarte. O porque no pueden, o porque prefieren cuidarte.
Ahora soy grande y puedo recordar muchas cosas de manera distinta. En realidad, recién ahora las entiendo. Pero en 1982 yo tenía once años, vivía en Puerto Madryn, la ciudad de las ballenas, y cuando el 2 de abril anunciaron por radio que los soldados argentinos habían recuperado las Islas Malvinas, me puse muy contento. En la escuela nos pusimos escarapelas y cantamos la marcha en el patio.
Y cuando supimos que los ingleses habían mandado una flota para echar a los argentinos, no me dio ni un poquito de miedo, no. Hasta diría que me entusiasmé, porque a mí me gustaba jugar a los soldaditos. Tenía muchos, de plástico, en una lata de dulce de batata. Y cuando comenzó la guerra, empecé a jugar a argentinos contra ingleses. Antes, en 1978, el año del Mundial, había jugado a argentinos contra chilenos. Y siempre, siempre, ganábamos. Yo ponía las filas de tiradores bien parejitas y les tiraba con bolitas, hasta que no quedaba ni uno solo de los enemigos.
Nosotros, en la Patagonia, estábamos más cerca de nuestros soldados. Corríamos nuestros riesgos también. En la escuela nos enseñaron a meternos debajo de los bancos en caso de un bombardeo. Como si la madera de los pupitres pudiera hacer algo contra las bombas. Pero me doy cuenta de que era una forma de estar organizados, de participar de la guerra nosotros también. Había que hacerle caso a la gente de Defensa Civil. Teníamos sitios asignados a los que había que ir si la ciudad era atacada. Y también nos enseñaron a colaborar en los oscurecimientos: tapar con una frazada las ventanas de la casa… Para mí todo era como una aventura.
En la escuela, también armamos encomiendas y escribimos cartas para los soldados. A ninguno en particular. Eran las cartas “a un soldado argentino”, que escribíamos para darles aliento. Pero como mucha gente de Madryn tenía familia en Malvinas, por ser de la Marina, o del Regimiento 25, en Sarmiento, a unas horas de Madryn, también les escribíamos directamente a ellos. Llegaban muy pocas respuestas, pero a nadie le llamaba mucho la atención.
Las noticias eran escasas. Más que nada la radio y “60 minutos”, el noticiero de Argentina Televisora Color. Me acuerdo del locutor que decía muy serio: “Nosotros le damos la información, usted la recibe, la analiza, y saca sus propias conclusiones”. También leíamos los diarios y las revistas de Buenos Aires, que convencí a mi mamá de comprar porque estaban llenas de fotos y de dibujos de aviones y barcos.
Toda la ciudad era un gigantesco rumor. Mi papá llegaba de la calle y comentaba lo que decía la gente. Madryn era una ciudad chica, no como ahora. Mis papás tenían una tintorería y mi mamá también cosía. Trabajaban para la gente de YPF y para Aluar, la empresa de aluminio que tenía el muelle más grande del mundo. “Es un puerto de aguas profundas”, me explicó entonces mi papá, en el que podían atracar barcos grandes. Así que hablaban con muchas personas. Comentaban de los barcos que habíamos hundido, de los aviones que nos habían derribado, de lo difícil que se hacía llegar a Comodoro, que era la principal base para pasar a Malvinas. Al final, a principios de junio, todos esperaban que viniera el papa Juan Pablo II y arreglara las cosas.
La guerra terminó un lunes. Pasó toda esa semana y nadie sabía nada. Recuerdo que, mientras guardaba mis soldaditos en la lata, pensé que no sabía adónde van los soldados cuando la guerra termina.
En la escuela era como si no hubiera sucedido nada, pero algo flotaba en el aire que te obligaba a estar triste. Ya casi no se hablaba de las noticias. No se sabía qué iba a pasar con los chicos argentinos en las islas. La señorita estaba seria y callada, como si hubiera olvidado todo lo entusiasmada que había estado antes. La gran novedad de la semana fue que nevó, lo que en Madryn no pasa casi nunca. Como si el cielo se hubiera puesto triste también.
Los ingleses reunieron a casi todos los prisioneros argentinos en un gran campamento en el aeropuerto de Malvinas. Pero eran muchos miles de hombres con poca comida, frío y en malas condiciones de higiene. Así que decidieron devolverlos. Los chicos volvieron a casa en barcos ingleses. Llegaron un sábado a media tarde. La noche anterior, algunas personas decían que a lo mejor los mandaban directamente a Bahía Blanca, que era la principal base naval argentina. Pero otras contestaban que no, que seguro los iban a traer en un barco grande, y entonces iban a venir a Madryn, al muelle de Aluar.
A la mañana siguiente, cuando la gente salió temprano para hacer las compras y vio que la ciudad estaba llena de militares, ya nadie tuvo dudas. ¡Los iban a traer a Madryn! Había un cordón del Ejército, la Marina y la Prefectura a lo largo de la costanera, mientras una columna de camiones verdes y micros subían al Norte, para el lado de Aluar. Había que prepararse para recibir a los soldados.
Yo no sé si alguien dio la idea, pero muchas familias se pusieron algo celeste y blanco. Papá agarró la bandera del Mundial, mamá casi me estranguló con una bufanda celeste y armó una canasta con comida y termos de café y mate. Para el mediodía, las familias, como en un picnic gigantesco, se habían ido a la orilla del Golfo Nuevo, como cuando llegaban las primeras ballenas. Hasta reposeras se llevaron. Y mate, y facturas, y algún sándwich. Al mediodía, sobre el horizonte, apareció un barco inmenso. Era un transatlántico inglés, el Canberra, la gigantesca ballena blanca en la que llegaron los soldados argentinos desde las islas.
Era la primera vez en mi vida que veía un barco de lujo, y justo era ese. Vimos cómo se acercaba a la costa, escoltado por un destructor de los nuestros que, junto a la mole blanca, parecía uno de esos delfines que juegan con los navegantes. Los rumores iban y venían a un millón de kilómetros por hora. En Madryn vive mucha gente que sabe de cosas de mar:
—Tiene que subir el práctico para atracar.
—¿El “práctico”?
—Hijo, ya te conté, es un marinero que ayuda al capitán a entrar a puerto. Conoce las profundidades, las corrientes…
—Ah.
—Van a bajar primero a los heridos.
—Fíjense, el barco inglés tiene la bandera argentina.
—Es lo que hay que hacer, es de procedimiento —explicó un jubilado de Prefectura.
Para las tres de la tarde, según supimos, ya habían desembarcado los soldados en el muelle. Pero no dejaban acercarse a nadie, ni a los periodistas. Parece que querían llevarlos directamente al Norte: a sus provincias, a sus regimientos, a sus casas.
Nadie, a orillas de la ruta, frente al mar, se había movido de su sitio. Los guardias, a ambos lados del camino, parecían cansados y, algunos, tan ansiosos como nosotros. La mayoría eran soldados que solo por una cuestión de tiempo o de suerte no estaban volviendo ahora en ese barco. Soldados que también habían sido movilizados al Sur, pero a quienes el final de la guerra, tan de repente, no les había permitido hacer el cruce a las islas. Ellos, ahora, estaban entre los soldados que volvían y nosotros, que queríamos recibirlos. Me pregunto hoy qué pasaría por la cabeza de los que se habían salvado de ir.
Y de repente, apareció la cabeza de la columna de camiones que traían a los soldados desde el muelle. Los vehículos avanzaron por la ruta y luego enfilaron por la costanera hacia el centro de la ciudad. El cordón compacto de militares se mantenía a lo largo de la avenida. Uniformes verdes, azules, blancos, una barrera de caras asustadas de soldados limpitos para que los camiones cargados de soldados de Malvinas se dirigieran sin ser molestados hasta los galpones que habían preparado para recibirlos. Enseguida se supo. Los llevaban a las barracas Lahusen, donde ahora está el bingo. Los camiones verdes traían las lonas bajas.
—Les van a dar de comer, van a pasar lista, y los van a mandar a Trelew y de ahí de vuelta a sus casas.
—¿Por qué los traen así, como delincuentes? —preguntó alguien de repente, a nuestro lado.
—No quieren que veamos cómo están —dijo mi mamá, y se puso a llorar.
—¡Los esconden, habrase visto!
Sí, los escondían. Pero algo, y eso es lo que tardé tiempo en entender, había cambiado. O empezaba a cambiar, que es lo mismo, porque ya de grande comprendí que las cosas no cambian de golpe. Es que cuando asomó el primero de los camiones militares, un vecino empezó a aplaudir, y el aplauso se extendió como una ola que acompañaba a los chicos que volvían. La gente, de a poco, fue avanzando sobre los cordones de soldados plantados sobre la calle. Después, a los aplausos que no cesaban, siguieron los gritos.
—¡Bienvenidos! ¡Vivan los chicos! ¡Bienvenidos!
—¡Dios los bendiga!
—¡Argentina! ¡Argentina!
—¡Chicos! ¡Chicos! ¿Están bien?
A medida que la punta de la columna se acercaba a los galpones, aminoraba la marcha. Y entonces, de pronto, alguien pasó entre el cordón de seguridad, o lo dejaron pasar. Se paró al lado de los camiones, o empezó a saltar al paso cada vez más lento de la columna. Mabel, la fotógrafa del diario, se animó a pararse en medio de la calle y a sacar unas fotos. Otros la siguieron. Un grupo de vecinos se plantó frente a uno de los camiones. Y al final, tuvieron que parar.
—¡Chicos! ¿Cómo están? ¿Están heridos? ¿Necesitan algo?
Y entonces apareció una mano que levantó la lona, y de la oscuridad de la caja del camión asomaron caras pálidas y sonrientes. Aparecieron y junto con ellas llegó un vaho, un olor a un mundo desconocido y sucio del que ellos regresaban. Sonreían: se habían salvado. En ese momento yo ni podía imaginar lo que habían pasado.
—¡Hola! ¡Gracias, gracias!
—Sí, sí, estamos bien.
Eran caras muy jóvenes, cansadas. La gente al lado de los camiones ya era mucha. Corrían, y les alcanzaban un termo, una factura o un pan.
Los corrían con jarros de mate cocido que les llegaban casi vacíos
porque, a los saltos, el contenido se les había derramado en el camino.
—¡Gracias, señora!
Los soldados, en los camiones, con medio cuerpo afuera, tenían sus uniformes sucios y grasientos. Parecían topos salidos de algún pozo. Se escuchaban tonadas de todas las provincias. Yo vi cómo muchos lloraban: los que los veían pasar y también ellos, los que regresaban.
—¡Perdón, señora, perdón!
—¿Pero de qué hay que perdonarte, hermoso?
El vecino que tenía, les daba algo. Y el que no tenía, se iba corriendo a su casa a buscar comida. Hasta cajas de pizza les llevaron. Y los chicos, que no tenían nada para ofrecer a cambio, empezaron a tirar desde los camiones partes de su uniforme, y la gente se zambullía en la calle para agarrar una campera, un gorro, un guante roñoso, capotes que volaban como pájaros verdes. Tiraban, en agradecimiento, recuerdos de la guerra.
Pan por unas medias verdes sucias. Una medialuna por una bufanda rotosa. Una estampita, que revoloteó hasta que alguien la atrapó como a una mariposa. Un casco, que quedó girando como una tortuga dada vuelta en medio de la calle, hasta que Carmine, nuestro vecino, lo levantó y se lo guardó en la bolsa de las compras con un gesto de triunfo. Me había ganado por un segundo.
Yo estaba superemocionado. ¡Había visto a los soldados! Por eso no escuché entonces las frases sueltas que también volaban con el viento:
— … frío terrible, sí…
— … poca comida…
— … solo, siempre solo…
— … las bombas reventaban muy cerca…
— … a la noche, el miedo…
— … mis compañeros, allá…
— … atacaron de noche…
Las palabras gritadas sobre el ruido de los motores eran como los jirones de uniforme que los chicos arrojaban a la gente desde los camiones. La columna era una gran serpiente que cambiaba la piel.
Hoy me doy cuenta de que todavía no terminaban de volver y ya empezaban a armar una historia de la guerra. Nos contaban lo que habían vivido, lo que habían sufrido y enfrentado, y comenzaban a
dibujar la cara de los compañeros que se les habían muerto allá.
Los camiones pararon en un playón, frente a la barraca Lahusen. Los vecinos se amontonaron delante de los galpones y de la escuela donde estaban concentrados los soldados.
—¿Y qué les van a dar de comer acá?
—Las raciones de combate —contestó un oficial.
—Pero ¿vienen de la guerra y les van a dar nada más que eso?
—Ah, no. Les traemos —dijeron varios de los vecinos.
Y todo Madryn, que entonces no era tan grande, fue y vino, fue con cosas para los chicos y vino con mensajes de los soldados para sus pueblos, para sus casas en todos los rincones de la Argentina. Anotaban teléfonos para avisar a las familias que los soldados —hijos, hermanos, nietos— estaban bien. Porque no es como ahora, que todos tienen celular. Antes ni siquiera había teléfonos en todas las casas. Así que había que llamar a un vecino, o a la farmacia, o a la escuela de un pueblo muy chiquito con una lista de nombres. Esa tarde los vecinos trabajaron como hormigas. Llevaron y trajeron, llevaron y trajeron. Hasta que alguien, de golpe, avisó:
—¡Ya no queda más pan!
—¡Las panaderías no tienen más pan!
Fue entonces que los vecinos se empezaron a llevar a los soldados a sus casas. ¡Había que darles de comer! Era la media tarde.
—Llamás a tu casa, te bañás, comés algo, cómo te vas a ir así.
Supongo que eso estaba prohibido, pero la verdad es que muchos de los oficiales dejaron hacer. Pero no todos tuvieron esa suerte. Se escuchaban gritos desde adentro:
—¡Por favor, avisen a casa! —y a continuación un número de teléfono larguísimo que alguien anotaba donde podía.
—¡Miren que a la noche nos vamos! —gruñó un oficial como si fuera en el patio de la escuela—. ¡El que no esté, se queda!
El soldado que vino a mi casa se llamaba Luis. Fue entonces cuando me pasó eso que decía al principio, que medio me enojé, o me sentí defraudado. Mi papá lo arrastró con suavidad, apoyándole la mano en el hombro, mientras que mamá y yo caminábamos unos pasos atrás y ella me retaba en voz baja:
—No lo vas a molestar, ¿eh? Mirá que tiene que estar tranquilo.
—¡Pero, mamá, yo quiero que me cuente!
—¡Shhh! No se discute.
Cuando llegamos a casa, Luis se sentó con timidez en una punta de la mesa. Parecía agazapado, como a punto de salir corriendo. Pero al mismo tiempo se lo notaba exhausto, sin fuerzas. Había apoyado una mano sobre el mantel con los dedos extendidos. El otro brazo sostenía el peso del cuerpo en la rodilla. La cabeza estaba hundida entre los hombros y tenía la vista clavada en el piso. Noté su pelo revuelto y la barba un poco crecida. El uniforme estaba manchado de carbón y grasa. La verdad es que costaba estar cerca de él: echaba un olor dulzón —mi papá me explicó en voz baja que seguro era de la turba, que es como un carbón que hay en Malvinas— mezclado con mugre. Por suerte, el aroma de la fritura lo tapó un poco. Mamá se puso a cocinar unas milanesas que parecían de dinosaurio.
—Ya estás acá, flaco, tranquilo —le dijo mi papá.
—Sí, señor, sí. Muchas gracias, señor.
—Comés bien, te bañás si querés. ¡Tenés un olor a linyera! Mirá que justo venirte así a una tintorería… —trató de sonar gracioso mi papá.
El chico reparó en las planchas que se veían al fondo de la casa, y sonrió por única vez.
—¡Linyeras! Sí, eso éramos.
—Te presto ropa, te va a ir un poco grande…
—No, no puedo dejar el uniforme, señor. Gracias.
—Bueno, como quieras.
En medio de ese diálogo Luis había levantado la cabeza, y pude verle los ojos. Me dieron miedo, parecían secos. Parecía no mirar a ninguna parte. No se detenían en ninguno de nosotros, como si no estuviéramos ahí, con él. Pero por un instante me miró desde muy lejos, como si me tuviera pena. Me sentí incómodo. Porque no me pareció, entonces, la cara de un soldado. Pero creo que es porque yo tenía once años y para mí él era enorme. Hoy pienso que él también era un chico, con cuerpo de chico, algo más bajo que mi papá, pero tenía una mirada de grande, porque había ido a la guerra. Se hizo un silencio molesto hasta que mi mamá sirvió la comida.
—Comé todo lo que quieras, hago más.
—Está bien, señora, gracias.
Durante unos minutos volvió el silencio. Se escuchaban conversaciones que venían de la calle. Pero en casa, lo único que sonaba era el ir y venir rítmico del cuchillo, interrumpido cada vez que Luis se llevaba el tenedor cargado a la boca. Comió mucho, mientras nosotros lo mirábamos sin probar bocado. Yo me moría de impaciencia. Quería saber de los aviones, de los barcos, de los cañones, quería saber qué había hecho.
—¿Vas a la escuela, vos? —me preguntó de pronto con la boca llena.
—Sí —contesté sacando pecho—, a sexto.
—Tengo una hermana que está en quinto —dijo con sencillez.
Era mi oportunidad. Sin mirar a mi mamá, que me iba a hacer algún gesto para que me callara, le disparé un montón de preguntas:
—Yo les escribí cartas. ¿Recibieron cartas? ¿Cómo son los aviones? ¿Viste a los ingleses? ¿Tenías un cañón?
Luis pareció no escucharme:
—Yo
nunca había visto el mar. Lo vi desde el avión, cuando nos llevaron a
la isla… Bueno, tampoco nunca había viajado en avión. Y después lo veía
desde el cerro, todos los días. Pero en el viaje de vuelta, en el barco
inglés…
—En el Canberra —interrumpí.
—Sí, ahí —continuó—.
Dormí en una cucheta, con tres amigos. Y nos dieron un desayuno de esos
que comen ellos, con jamón y huevos revueltos. Y después, en mitad del
viaje, nos dejaron salir a la cubierta del barco a tomar aire, porque
había mucho olor a encierro en la panza del barco.
Hizo una pausa y, con el tenedor en una mano y el cuchillo en la otra, abrió los brazos para darnos la idea de una gran llanura. Su plato estaba vacío.
—Es
hermoso el mar. Estaba planchadito cuando nos dejaron salir; antes se
había sacudido bastante, dicen, pero yo ni cuenta que me di porque dormí
como un tronco. Y nunca vi tanta agua junta, y me sentí en paz.
—¿Y qué más? ¿Qué hiciste en la guerra?
Me miró con esos ojos que me habían asustado, y que se pusieron tristes, rebuscó en el bolsillo de su chaqueta y sacó una tira de cartón rojo:
—Cuando subimos al barco, nos dieron esto. Te lo regalo.
Mientras me la entregaba miró fijo a mis papás.
—¡Les agradezco tanto!
Mi mamá lloraba como cuando escuchaba la radio. Mi papá estaba serio y tenía los ojos brillantes. Miré lo que me había dado. El cartón decía:
Me quedé con la tira roja en la mano sin saber qué hacer. Yo era chico y me gustaba jugar a los soldaditos. Y ahora que tenía uno en casa, lo único que me había contado era sobre el desayuno que le habían dado en el barco de vuelta y cuánto le gustaba el mar. Después, alguien me explicó que esa tira era un ticket de equipaje que en el transatlántico les ponían a las valijas, y que le dieron a cada prisionero argentino para ubicarlo en alguna de las cubiertas, en camarotes. Cada soldado tenía un camarote asignado con un número escrito a mano en grandes caracteres. A Luis le tocó el “351”. Al final del ticket había un espacio para llenar con este mismo número. Otros dicen que los ingleses se los dieron para burlarse de ellos, porque eran como paquetes que traían de vuelta.
Pero para ese entonces Luis ya se había ido. Porque después de que me
dio esa cartulina yo lo miré algo enojado, y ni las gracias le di. Me
sentía frustrado. ¿Un cartoncito? ¿Para qué me servía? Yo quería saber de la guerra. De los aviones, de los tanques, de lo que había hecho. Ya atardecía. Papá miró por la ventana y dijo:
—Me parece que deberías ir yendo…
—Sí, señor, sí. Eso es.
Se paró delante de mi mamá:
—Gracias, señora. Gracias de verdad. No sabe lo que vale para mí lo que me dieron hoy.
Mi mamá le pegó un abrazo como para partirlo al medio. Luis me miró y dijo:
—Guardá bien ese recuerdo, ¿eh? Mirá que es de la guerra.
—No es de la guerra… —le dije.
Me miró largamente:
—Vas a ver que sí.
Y me dio la mano.
Me sorprendió su apretón firme, él que parecía tan chiquito. Pero sobre
todo, su aspereza. Tardó en soltarme. Pude ver el negro de tierra y
hollín en las estrías de las manos, debajo de las uñas. Me pareció que
iba a pasar mucho tiempo antes de que se le fuera.
—Ya vuelvo —dijo papá.
—Pero vamos con vos…
—Ya vuelvo —insistió con firmeza.
Volvió a ponerle la mano sobre el hombro como cuando lo trajimos a casa, y se lo llevó.
Después, de regreso, nos contó que los soldados habían subido a los camiones, rumbo a Trelew. Yo me acosté con el cartoncito del Canberra arriba de mi mesita de luz. Estoy seguro de que me dormí enojado, pensando en la guerra que no me habían contado y en esa fila de camiones con las lonas bajas, marchando hasta perderse en el horizonte, hacia el aeropuerto, hacia este presente en que escribo porque recién ahora sé por qué esas manos estaban negras y sucias y por qué el chico que comió en casa tenía esa mirada que en aquel momento no entendí.