Tras el fallecimiento del Papa Francisco esta madrugada, la Iglesia Católica se prepara para un nuevo cónclave que elegirá a su sucesor. Según las normas eclesiásticas, el proceso deberá comenzar entre 15 y 20 días después de la muerte del Pontífice, es decir, entre el 6 y el 11 de mayo. Sin embargo, una reforma introducida por Benedicto XVI en 2013 permite adelantar el inicio si todos los cardenales electores ya se encuentran en Roma.
El cónclave, palabra que proviene del latín cum clave (“con llave”), simboliza el aislamiento total al que se someten los cardenales para deliberar y votar al nuevo Papa. Solo pueden participar aquellos que tengan menos de 80 años en el momento de la muerte del Pontífice, con un máximo tradicional de 120 electores, aunque esta cifra puede ser superada temporalmente.
Desde 1492, la Capilla Sixtina ha sido el escenario habitual de las votaciones, mientras que desde 1996 los cardenales se alojan en la residencia de Santa Marta. Durante el cónclave, están obligados a jurar secreto absoluto y se les prohíbe cualquier contacto con el mundo exterior. Cada día se realizan hasta cuatro votaciones (dos por la mañana y dos por la tarde), y se requiere una mayoría de dos tercios para que uno de ellos sea elegido Papa.
Entre la tradición y los desafíos modernos
La elección del nuevo Pontífice se produce en un contexto global cargado de tensiones geopolíticas, así como intensos debates internos sobre el rumbo de la Iglesia. Cuestiones como la sinodalidad, el papel de la mujer, la inclusión de las diversidades y la lucha contra los abusos eclesiásticos han generado divisiones entre sectores progresistas y conservadores. El sucesor de Francisco deberá enfrentar estos retos y definir la dirección doctrinal y pastoral del catolicismo en el siglo XXI.
El proceso que se avecina es también una nueva página en la larga historia de los cónclaves papales. En sus inicios, los Papas eran elegidos por el clero y los fieles de Roma, a menudo bajo la influencia de líderes civiles. La formalización del proceso comenzó en 1059 con el decreto In Nomine Domini, que restringió el voto a los cardenales-obispos. Posteriormente, en 1179, Alejandro III estableció que todos los cardenales podían votar, y que era necesario un consenso de dos tercios.
Uno de los hitos más célebres fue el cónclave de Viterbo (1268-1271), que se prolongó casi tres años por profundas divisiones políticas. La impaciencia ciudadana llevó incluso a quitar el techo del palacio donde estaban reunidos los cardenales y reducir sus provisiones. Este episodio dio origen a la institución formal del cónclave, establecida por Gregorio X en 1274.
Una elección decisiva para el futuro de la Iglesia
Los cónclaves han evolucionado para blindarse frente a injerencias externas. Desde 1904, con la prohibición del ius exclusivae —el veto papal ejercido por algunas monarquías europeas—, y especialmente desde la Constitución Universi Dominici Gregis promulgada por Juan Pablo II en 1996, el proceso ha ganado en autonomía y rigor.
La renuncia de Benedicto XVI en 2013, un hecho insólito en la historia reciente, marcó un precedente que abrió nuevas reflexiones sobre el liderazgo papal en la era moderna. Aquel cónclave eligió a Jorge Mario Bergoglio, el primer Papa jesuita, latinoamericano y elegido tras la renuncia de su predecesor.
Ahora, con la muerte de Francisco, la Iglesia se encuentra nuevamente en una encrucijada. El mundo observa con atención lo que ocurrirá dentro de los muros vaticanos en las próximas semanas. Y aunque los tiempos han cambiado, el ritual del humo blanco que anuncia Habemus Papam sigue capturando la atención de millones en todo el planeta.